— No se va afijar en ti, Javiera —decía su mejor amiga, Micaela, mientras la miraba negando con la cabeza.
—¿Cómo lo sabes? El mundo es grande —decía optimista la chica enamorada.
Las hojas caían en otoño y chico se sentaba en la banca con su cuaderno al terminar el trabajo. Era la última opción que tenía de pasar de curso, y no quería desperdiciarla, por lo que dejó todo lo que podía distraerlo, pero no funcionaba. La chica camino frente a él sin notarlo, y por primera vez el chico le habló, solo a ella.
—¿Estas apurada? —preguntó con aire de esperanza.
La chica asustada volteó la cabeza preparando ver a un viejo que pensaba algo diferente a preguntar algo tan normal. Pero en cambio se encontró con el chico de pelo castaño y ojos azules que siempre atraía su mirada.
Era un sueño, creía ella. Estaba escuchando voces que le decía lo que más quería dentro. Pero era verdad lo que ocurría. El chico la mirada de pies a cabeza esperando la respuesta de la chica que se había quedado completamente inmóvil, a lo que balbuceo:
—No, claro que no, digo…
—¿Me ayudarías? —la interrumpió el moreno con cara de suplica. Si no era ella, estaba perdido, y fue la mejor de las suertes que ella aya sido quien pasara por el solitario parque rodeado de naranja y hojas secas. El cielo se estaba yendo, dejando ver un esplendor de morado y fucsia rodear lo que antes era cubierto de un celeste grisáceo esperando a caer lluvia.
—Seguro —dijo la chica retomando su compostura.
El atardecer había llegado al mismo tiempo que el chico la había dejado en la puerta de su casa. La solitaria casa de la calle trece, de la avenida Pensilvania era ahora cubierta de un mágico sentimiento que inundaba la mente de Javiera Hernández, la morena inexperta en el amor. El muchacho la acompaño sin pensar en lo mucho que ella soñó con ese momento, solo como agradecimiento al tiempo que le derrochó. Sin saber a donde iba o de donde venía la había detenido por el bien suyo. Lo que hizo recapacitar su acción, pero ella no parecía molesta ni miraba el reloj esperando la hora de que fuera demasiado tarde como para tener una escusa de irse. Lo había ayudado y le había prestado atención a cada detalle de sus explicaciones, mientras ella sonreía confortable con sus conocimientos del tema. Era excelente en el contenido y no dudaba que fuera excelente en otros también. Siempre la había visto como la chica inteligente de difícil acceso e imposible comunicación. Y como espero, ella era la mujer perfecta que inundaba sus pensamientos. No supo cuando se levantaron y caminaron las cinco calles que quedaba de distancia la casa de la chica. Caminando por la calle luego de su despedida, había olvidado para donde se dirigía. El cielo estaba oscuro y a su alrededor se prendía las infinitas luces del centro. Recordó la cafetería del oeste donde su madre atendía. Era el único lugar al que se le ocurrió ir, ya que su mente aún estaba incapacitada para pensar con inteligencia. La gente entraba en multitud, tomando asiento en algún lugar que estuviera vacía y limpio, de los que ya iban quedando pocos. El chico se acerco a la barra y dejó descansar su cuerpo sobre una de las sillas.
—Espero que hayas estudiado, Danny —dijo la voz conocida—. Hay mesas que limpiar —terminó diciendo y tirando hacia él el delantal y el paño.
—Voy en un segundo —acotó el moreno, mientras se ponía de pie y arreglaba su arrugada ropa.
La noche llegó y al fin pudo reconocer el lugar al que debería haber pasado antes de la cafetería, su casa. Y como no imagino solo estaba a dos calles de la chica en la que pensaba ahora.
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